Reflexiones para la Semana Santa – Lunes 14 de Abril del 2014

Vivimos esta semana de Pasión de la mano de la Virgen María. Ella acompañaba a Jesús. Entraría esos días por las murallas de Jerusalén. Pasaría con Él noches en Betania. Sufriría en silencio al ver la preocupación en su rostro. Temería porque le amaba mucho. ¡Qué madre no sufre al ver sufrir a su hijo! María sufre, llora, medita, ama. María caminaría en la oscuridad buscando la luz, la fuente, la paz.

Acompañar con María a Cristo en la Pasión supone caminar de noche. Pero sin perder de vista la luz, el fuego, la lámpara encendida. María es luz, es camino. María se abre paso entre las sombras de la noche. No sólo está al pie de la cruz firme y callada. Está en cada paso subiendo el Calvario, en cada caída bajo la pesada cruz, está en esa noche de látigos y espinas, está recogiendo la sangre derramada por su hijo. Sangre sagrada. Esa sangre que es presencia de Dios entre los hombres. María sufre con la persecución, con el odio, con los gritos, con las traiciones, con las negaciones. María sufre y se conmueve al ver a su hijo entregarlo todo, hasta lo más sagrado, haciéndolo todo nuevo. Porque Jesús lo da todo, se desnuda, entrega su libertad. Decía el P. Kentenich hablando de Jesús en la Pasión: «Con júbilo entrega su libertad.

Con gusto lleva sombrías cadenas de esclavo para recuperar la libertad de los hijos de Dios. Es conducido y le son denegados todos sus derechos. Calla. Pero su corazón reza al Padre, vive enteramente en el Padre y ama al Padre por encima de todas las cosas. Recibe, Padre, todos mis derechos»8. María acompaña a Jesús encadenado. Jesús pierde su libertad para que nosotros la recuperemos. Se deja atar con cadenas, para que veamos libres nuestras manos. Esas manos que han bendecido, han sanado, han liberado, ahora no pueden tocar las heridas de los hombres. Esas manos que han abrazado, acariciado, salvado, ahora, atadas, solo pueden orar. Son manos sagradas que María besó y acogió en sus manos de madre. Esas manos atadas expresan el deseo de Jesús de que seamos libres. Esas manos clavadas nos desatan. Muchas veces nosotros vivimos atados, esclavos, encadenados. La Semana Santa es el camino de nuestra liberación. El paso de Dios que rompe las cadenas y nos saca de la esclavitud. Queremos ser libres, más libres. Queremos que ni el odio ni el pecado atenacen nuestro corazón que quiere amar hasta el extremo.

La Semana Santa nos enseña a vivir el sufrimiento y el dolor con esperanza, con paz. No nos gusta sufrir, soñamos con la felicidad plena. Y sabemos que no es necesario que busquemos sufrimientos extras. Como decía la Madre Teresa: «No es necesario que busque sufrimientos. Dios los proporciona a diario. No siempre son lo que imaginamos, sufrimientos corporales, sino sufrimientos interiores, contradicciones, fracasos en nuestro plan, malentendidos en nuestras relaciones, oposiciones a veces inesperadas» . Queremos cargar con nuestra cruz en esta Semana Santa. Queremos abrazarnos a Jesús que carga con su cruz, con nuestra cruz. Queremos decirle que sí, que lo amamos hasta el extremo, que no estamos dispuestos a dejarlo de lado, que optamos por Él, que no lo negamos. Jesús nos quiere con locura. Quiere que abracemos nuestra cruz como un trampolín que nos lleva hacia el cielo. Quiere que entreguemos todo, sin miedo. Él nos libera y le da sentido redentor a todo sufrimiento. Como dice el Papa Francisco: «Dios es el único que verdaderamente salva y libera. Se trata de seguir e imitar a Jesús, que fue en busca de los pobres y los pecadores como el pastor con la oveja perdida, y lo hizo lleno de amor. Podremos hacerlo en la medida en que nos conformemos a Cristo, que se hizo pobre y nos enriqueció con su pobreza». Nos liberamos de nuestros miedos.

Entregamos a Dios la cruz que tantas veces nos pesa y nos duele. Entregamos nuestra pobreza, nuestra herida, nuestra pequeñez. Porque precisamente ahí, en nuestro dolor, en aquello que despreciamos. Sí, en el lugar oculto del corazón, donde casi no me atrevo a mirar. Allí, en las sombras, envejecida ya, temerosa, está esa grieta por la que Dios derrama su gracia, su vida, su amor. Hoy, al comenzar la subida hasta la cruz, cogemos nuestra cruz y caminamos con Cristo. Entramos en Jerusalén con el Señor. Recorremos su camino, de su mano, sin temor. Porque Él nos salva y nos libera, nos carga.
( Tomado de la Homilia del Domingo de Ramos : Padre Carlos Padilla )

CUARESMA – TIEMPO DE CONVERSION

Tendemos a pensar que la conversión, es decir, el cambio radical en la orientación valórica y en las normas de conducta, es un tema bíblico, histórico, ajeno: atractivo material para películas e historias devocionales.

Pero no un tema mío. Los que se convierten son la Magdalena, Mateo, Zaqueo, el «buen ladrón». ¿Pero yo? ¿Tengo yo la capacidad de transformar, en modo radical y substancial, los valores por los que oriento mi existencia? ¿Está en mí la posibilidad de vencer un vicio, un prejuicio, una tendencia que durante años ha marcado negativamente mi personalidad, perjudicando mi salud y dañando mi buena relación con los demás? No son preguntas menores. Y sus más frecuentes respuestas van en la línea de un conformismo fatalista, de una resignación pasiva, de un dejar actuar la ley de la inercia: Total, yo soy así, ya estoy viejo para cambiar. No siento en mí ni la capacidad ni la voluntad de intentar siquiera un cambio. De manera que si soy un fumador, un alcohólico, un drogadicto, un blasfemador y murmurador impenitente; si arrastro enfermizamente un rencor familiar, profesional o político; si cualquier estímulo erótico, cualquier sugerencia o invitación, cualquier oportunidad o puerta que me abren encuentra en mí la más inmediata aceptación, sin importarme las decencias o las lealtades que iré diseminando en el camino; si mi apetito de conocer a Dios y de aproximarme a la intimidad con Él y a la obediencia de sus mandatos choca con mi estudiada indiferencia y encogimiento de hombros: total, Dios comprenderá.

Si alguna de estas descripciones calza conmigo, quiere decir que estoy mal. No estoy honrando aquello que pertenece a lo más específico del ser humano: su capacidad de cambio, de superación, de transformación. Eso que llamamos conversión. La cuaresma es por antonomasia tiempo de conversión. Tomarla en serio exige detenerse y pensar: ¿qué hay en mí que debería cambiar? ¿De qué y en qué tengo que convertirme? Como un subsidio para ayudar a este escrutinio de conciencia, podemos tomar dos espejos: el Manual de Carreño, y las promesas bautismales. Dos espejos distintos, pero una misma voluntad y consecuencia: mi imagen, mi realidad tienen que cambiar. Porque soy imagen y semejanza de Dios, y mi realidad es ser partícipe, por el bautismo, de esa naturaleza divina.

¿Cuánto tiempo dedico a escuchar a otros, en lugar de abrumarlos con mi egocéntrica verborrea? ¿Soy capaz de escuchar con atención total? ¿Es mi audición tan objetiva que me permite asimilar la verdad o novedad de lo escuchado, y rectificar el juicio que ya tenía preparado o formulado? ¿Se me tiene como persona puntual, que honra su compromiso de estar a la hora en que se debe estar? ¿Son mis promesas confiables? ¿Devuelvo oportunamente lo que he pedido prestado? ¿Doy a tiempo aviso, o pido ser disculpado por omisiones, ausencias o tardanzas que han molestado y dañado a quienes confiaron en mí? ¿Agradezco como es debido, es decir siempre, toda muestra de bondad y todo acto de servicio con que otros me distinguen? ¿Me acuerdo y ocupo de felicitar y obsequiar a quien celebra su día? ¿Divulgo sin necesidad infundios, rumores y chascarros que van en descrédito de terceros ausentes? ¿Guardo con inviolable discreción el secreto que me ha sido confiado? ¿Impongo brutalmente a otros el ruido que a mí me gusta, los olores que a mí no me importan, el mal humor que a mí me aflige? ¿Invito y agasajo siempre, o casi siempre, con miras a obtener un beneficio o una reciprocidad? ¿Hablo de manera inteligible y decente, cualquiera sea mi entorno? ¿Respondo, o hago al menos un esfuerzo por responder las llamadas y cartas que se supone merecen y esperan respuesta? ¿Pido disculpa cuando tomo conciencia de haber dañado, con malicia o por negligencia, la honra o los derechos de otro?

Miradas una a una, son o parecen pequeñeces. Pero hay algo que las une a todas como un hilo conductor: la caridad. La delicadeza de pensar siempre en el otro, y de sentir al otro como un alguien que me pertenece, que es un don y una tarea para mí. Por eso no son pequeñeces: la caridad, que es su alma, las hace grandes. La caridad es lo más grande. Y su prueba de fuego son las cosas pequeñas.

Otros espíritus, de mayor altura de vuelo, preferirán el espejo de las promesas bautismales. Cada una de ellas contiene la correlativa exigencia de conversión. Quien promete renunciar al pecado, para vivir en la libertad de los hijos de Dios, tendrá que asumir el compromiso de confiar, hasta abandonarse como niño, en la gracia del Dios omnipotente, misericordioso y fiel. La esencia del pecado es desconfiar de Dios. ¿En qué grado mi estilo de vida, mi actitud fundamental están marcados por la desconfianza, y consiguientemente por mi continuo reclamo, reproche, descontento, murmuración ante la aparente dejación u olvido que Dios ha hecho de mí? Visto de otro modo: ¿qué lugar está ocupando, en mi oración y reflexión cotidianas, la acción de gracias a Dios por lo mucho y demasiado que me ha regalado, junto con la petición, humilde y confiada, de lo poco que creo aún necesitar para sentirme feliz? Prometemos, en el bautismo, renunciar a las tentaciones o seducciones que pueden convertirnos en súbditos del pecado. Tal promesa se traduce en compromiso de vigilancia y prudencia. No podemos jugar todo el tiempo con fuego ni bailar en la cuerda floja, en una temeraria confianza de que Dios hará un milagro para impedir nuestra combustión o caída. Un buen propósito cuaresmal sería pensar mejor las cosas y las palabras, preparar y hacer mejor mi trabajo, prevenir a tiempo los focos de conflicto, esforzarme más por la transparencia que disipa los equívocos. Que mi memoria me preserve de tropezar por segunda o tercera vez en la misma piedra. Que mi docilidad me haga humilde para preguntar a los que saben lo que yo no sé.

Finalmente, prometemos renunciar a Satanás. ¿Qué rasgos lo caracterizan?

1) La soberbia de no querer inclinarse ante jerarquía superior; 
2) ser padre de la mentira, mentiroso desde el principio; 
3) vivir atormentado por la envidia, sin tolerar la felicidad de otros; 
4) odiar al prójimo hasta desear, instigar y consumar su eliminación violenta; 
5) sembrar cizaña para dividir y contraponer a los que Dios quiere unidos; y 
6) contagiar a todos la insuperable tristeza de haber escogido para siempre el mal.

2) Cualquiera que sea nuestro espejo y nuestro propósito cuaresmal, deberá atenerse a tres premisas básicas. Si debo y quiero cambiar, quiere decir que puedo. La gracia de Dios nunca me faltará, si se la pido con humilde perseverancia. Y no hay cambio, ni conversión ni progreso, sin cruz.. Para convertir mi mediocridad y miseria en oro, tengo que pasar por el crisol de la disciplina y del sufrimiento. Pero no hay que temer ni cavilar, sólo dar el primer paso.

Texto del Pbro. Raúl Hasbún Z

PROPOSITO :
LEER EN EL LIBRO “ HACIA EL PADRE “ LA ORACION FINAL DEL VIA CRUCIS. FUE ESCRITO POR EL PADRE KENTENICH EN DACHAU.

Que la Mater les bendiga. Kathy.

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